“PULGARCITA” SON MIS NIETOS

  «Oyó Pulgarcito la voz de su padre y gritó: -padre mío, estoy aquí, en la panza del lobo-“

 

Hermanos Grimm

 

 

Pulgarcita” es el título de un libro que está teniendo un gran éxito en Francia y parece que también en España. Su autor es Michel Serres,   un prestigioso intelectual francés, conocido por sus ensayos en torno a la integración de la ciencia y la cultura. Ahora, ya en la senectud, ha puesto su mirada en el mundo de los jóvenes para analizar los cambios producidos por las nuevas tecnologías. Admirado por la vertiginosa facilidad con la que envían sus  WhatsApp con ambos pulgares, los ha bautizado como “pulgarcitos y pulgarcitas”, inclinándose al final por el femenino para resaltar el papel de la mujer en la sociedad contemporánea.

Lo he leído. Para mí que el texto no es para tanto. Es discontinuo y confuso en algunos de sus capítulos. Pero creo que acierta en muchas cosas y desde luego en el título elegido. Y a mí, como seguramente a algunos abuelos, me ha hecho pensar en mis nietos, en la manera que tendrán de ver el mundo, de comunicarse y de trabajar. Más aún después de pasar un día de “excursión” por las calles de Madrid con mis nietos Roque y Antonio. No son todavía esos adolescentes a los que se refiere el profesor francés, pero se nota que ya empiezan a tener una cierta autonomía de pensamiento.

Vinieron “solos” en tren desde Pozuelo para pasar el día con su abuelo. Estuvimos en el lugar donde trabaja su tía Ana, mi hija, cerca de Atocha, una oficina, si es que puede llamársele así, inimaginable en los tiempos en los que yo empezaba a abrirme camino en el mundo laboral, allá por los primeros años 60 del siglo pasado. Les dejo a ellos que cuenten lo que vieron: “Cuando llegamos a las oficinas dónde Ana trabaja, el abuelo nos explicó que eran un poco diferentes a las oficinas normales. Cuando entramos, nos dimos cuenta. El sitio se llamaba Impact Hub, que en castellano significa “conexión”. Y efectivamente las oficinas no eran individuales sino todas conectadas. Había mesas donde simplemente podías llegar y sentarte a trabajar con tu portátil…”

No lo cuentan mal, ni mucho menos. Tienen gracia y ya saben explicarse con sentido. Lo miran todo con la curiosidad de quien lo tiene todo por descubrir y por hacer. Pero estoy casi seguro de que nada de lo que vieron les sorprendió realmente. Aunque, en vivo, no hayan visto apenas nada, la información les llega por otras vías. Lo palpan, lo saben sin ser del todo conscientes de que ya lo saben. Este es en definitiva su mundo, el que les pertenece, el de “su tiempo”, que, por cierto, también es el nuestro, el de los abuelos, aunque lo contemplemos con otra mirada.

Cuando yo les contaba cosas como estas parecían escucharme con interés –sus padres les han educado muy bien, es la verdad- pero en el fondo me daba la impresión de que les interesaban poco. A los que nos apasionan estos asuntos sobre lo que es y lo que era, lo antiguo y lo nuevo, los jóvenes y los viejos, es a gente “mayor” como Michel Serres, y como yo que soy más o menos de su quinta. Ellos, mis nietos y todos los pulgarcitos y pulgarcitas, “pasan” de estas cosas: saben mucho más de la vida que nosotros a su misma edad y se mueven con toda familiaridad en esa galaxia de las nuevas tecnologías que para ellos son pan comido.

Están ya en la panza del lobo, como cuenta el cuento. Su lobo es más grande y más cruel que el que nos tocó a nosotros. El asunto del trabajo sigue ahí pendiente y amenazador: el trabajo al que estamos obligados para “ganarnos la vida”, el que “nos hace libres”, el que nos “socializa”, el que nos “tortura la vida” y al mismo tiempo nos la da, el que nos permite saber lo que somos capaces de hacer…. A nosotros nos preocupa, tal como están las cosas, ese lobo que nos parece feroz, pero ellos se las arreglarán para salir de su panza y sabrán encontrar el camino a casa: seguro que algunos tendrán la precaución de dejar piedras blancas y migas de pan. Y la casa a la que regresen ya no será la nuestra. Será su casa.

 

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AHORA UN DRY MARTINI

 

“ En un bar para inducir y mantener el ensueño hay que tomar gin inglés: mi bebida preferida es el Dry Martini”

Luis Buñuel

“Mi último suspiro”

 

Tendré que hablar en algún momento de Felipe VI. Le conocí cuando era prácticamente un niño y me parece mentira verle convertido en Rey. Tendré que hablar de él y lo haré, pero prefiero esperar un poco. Si me paso la vida escribiendo de reyes y de coronas no sé qué podrían llegar a pensar mis lectores. Quizás que busco lo que no busco. No, mejor lo dejo para más tarde, para cuando se hayan pasado los fastos y se pueda mirar con algo más de reposo esta nueva época que comienza en la historia de España.

Ahora brindaré a su salud y a la salud de nuestros hijos con un buen Dry Martini. Es una bebida real, real de la realeza. Se dice que la Reina Madre de Inglaterra, que vivió más de cien años, se tomaba uno todas las mañanas. No sería por el Dry, pero quien sabe… No aspiro a vivir tanto pero siento una veneración especial por ese prodigio que te hace ver el mundo y sus circunstancias de una manera distinta. Es el rey de los cócteles y se merece, con todos los honores, una entrada de este blog que a veces se pone demasiado serio.

Tuve el privilegio de que fuera nada menos que Luis Buñuel quien me introdujera en el mundo del Dry Martini. Es un auténtico maestro en la materia: en la de beber y en la de vivir bien. Lo cuenta con gracia insuperable en su libro de memorias “Mi último suspiro”. Lo conocí en El Paular, en el corazón de la Sierra de Guadarrama. La Fundación Universidad-Empresa celebraba con frecuencia reuniones y seminarios en el Parador del Monasterio y Buñuel se solía retirar allí para pensar y trabajar. Estaba casi siempre acompañado de Jean-Claude Carriére, el guionista de muchas de sus películas, y no me atrevía a saludarle. Una mañana que estaba desayunado solo me armé de valor y me acerqué: “¿es usted periodista”, me preguntó. Cuando le dije que no me invitó a sentarme. Pronto descubrí que era un gran solitario que necesitaba compañía y durante el resto de los días que estuvimos en El Paular desayunamos juntos. Odiaba a los periodistas pero amaba la conversación y también, como pronto supe, el Dry Martini; “no deje de probarlo”, me dijo, “pero no aquí; trato de enseñarles pero los hacen muy mal”. Estaba mucho más sordo que yo y hablaba a gritos de forma que todos los que estaban en el comedor se enteraron de aquello. Me dio su propia forma de hacerlo y me recomendó ir a Chicote o al Hotel Plaza. Ya no sé donde tengo aquella “receta”, pero recuerdo que recomendaba que el Martini llegara a la botella de ginebra como un rayo de sol. En esto era exigente y meticuloso como nadie. Fernando Del Diego, antiguo empleado de Chicote que ahora tiene su propio bar “de copas” en la calle de la Reina de Madrid, ha contado que cuando no le agradaba el que le servían pagaba y se iba sin decir adiós, pero que si le gustaba se despedía haciendo grandes reverencias.

Me dejé llevar por la seducción de Buñuel, de su escritura libre, sin complejos ni ataduras, de su amor por los bares. Seguí su recomendación y yo también soy, desde hace tiempo, un buen amante del Dry Martini, de su sabor y de sus efectos. Y no soy un alcohólico, ya no puedo ni quiero. Tampoco pretendo vivir más tiempo del debido, del que me produzca satisfacción. El Dry Martini me ayuda a serenarme, cuando lo necesito. No vale a cualquier hora. Tiene su momento, y hay que aprender a descubrirlo. Si te equivocas, lo pagas caro. A veces lo buscas donde crees que lo tienen colocado en el altar de los cócteles y no lo encuentras –brindo a mis hijos la oportunidad de relatar aquí mis peleas en algunos restaurantes de alto copete cuando lo pedía y me servían una pócima- y otras veces te llevas la sorpresa de encontrarlo en el lugar más inesperado.

Tuve esa feliz sorpresa hace unas semanas en un bar de Villaviciosa de Asturias, junto con mi buen amigo Pablo Maojo. Él me dijo ven y verás lo que es bueno. El bar Soda 1917, que regentan Kike Rojo y su mujer Eva hubiera hecho las delicias de Buñuel: ambiente íntimo; todas las marcas de ginebra de whisky y de vodka imaginables y un Dry Martini que te puedes morir. Horas después, cuando viajaba en el Alvia de vuelta a Madrid, seguía bajo los efectos sobrenaturales del que me preparó Kike con la maestría de un mago y todo el ritual buñuelesco: vaso mezclador, copas y ginebra recién salidas del congelador (el hielo a unos veinte grados bajo cero exigía Buñuel) y luego el levísimo contacto del vermouth con la ginebra. El resultado, si todo va bien, es una bala de plata que, en vez de matarte, reanima tu corazón. Doy fe de ello.